miércoles, 24 de noviembre de 2010

La protección

De todas formas terminamos en la misma habitación. Se había suscitado un problema en la reservación, y ese fin de semana el hotel estaba lleno. De forma que nos tocó compartir la habitación a dos hombres y dos mujeres.

Fiona, bien era sabido, era mucho de mi gusto. Y lo más seguro es que ella también lo sabía. Por lo mismo, cuando fue hora de irnos a dormir, cosa que no pudimos hacer (a las dos de la madrugada pensamos que eran las once de la noche) porque las hormonas volaban esa noche de verano, a ella se le ocurrió prudente usar unos pantaloncillos cortos para dormir. Probablemente pensó que de esa forma ella estaría protegida ante las miradas escrupulosas, que ya indagaban sus nalgas.

Dormir en pijama, muchos lo saben, enfrente de dos hombres en sus veintes que van a una convención del trabajo, es altamente alusivo a una tentación. Muchos han sucumbido ante esta tentación.

Pero los planes de Fiona no funcionaron muy bien. Pronto una cosa llevó a la otra. Pronto estábamos luchando los cuatro, aventando almohadas, empujándonos unos contra los otros. Fiona y yo terminamos en una cama.

El lobo



Picard, el ex novio obsesivo de Clotilde. Picard, quien tenía asustada a mi amiga Clotilde. La hostigaba por teléfono, le enviaba mensajes, le lanzaba coronas de flores en su jardín. Era una perturbación constante.

Clotilde me pidió que la acompañara una noche de noviembre en que se sentía especialmente vulnerable. Clotilde vivía en la casa que sus papás le habían heredado. Una extraña fortificación, que se había construido en etapas, y tenía la forma de un castillo de tres niveles, con salientes de mal gusto. Lo único que le daba una sensación de unidad a la construcción era que estaba pintada de un solo color, ocre.

Pasamos esa noche en vela, con las luces apagadas, iluminados por la luna llena de noviembre. Pasamos la noche hablando en voz baja, arrinconados en partes secretas de la casa, porque presentíamos que Picard merodeaba las afueras.